El cine de terror siempre ha sido uno de los géneros más conocidos del séptimo arte por su misma naturaleza. Se considera que el primer film de terror fue una adaptación de la novela Frankenstein de Mary Shelley, en 1910. Con una puesta en escena muy teatral, lejos del cine que conocemos en la actualidad, esta primera versión de Frankenstein abrió las puertas a un tipo de cine que mueve ingentes cantidades de espectadores hacia el morbo, lo bizarro y lo sobrenatural. Aun así, siguiendo una base sensitiva, podemos diferenciar el cine de terror en dos vertientes: los screamers o películas de sustos y el terror psicológico. Existen varios ejemplos de la primera opción que se limitan únicamente a generar tensión para que, en un momento determinado, se produzca un cambio de intensidad, normalmente mediante una imagen aterradora y un cambio de volumen en la banda sonora. En cambio el terror psicológico, mucho más presente en el cine asiático, pretende crear una atmósfera específica que incomode al espectador. La esencia del terror en el cine reside en la hibridación de estas dos tipologías dando como resultado películas escalofriantes como I Am a Ghost (H. P. Mendoza, 2012), Saw (James Wan, 2004), El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) y El Proyecto de la Bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), que más que aterrorizar al espectador, generan una sensación desagradable.

El límite nunca está establecido en este género ya que, al fin y al cabo, es fantasía y la ficción puede abarcar todo. Existen algunas películas que, ya sea por su contenido o por su forma, se han ganado la fama por ser extremadamente terroríficas y desagradables. Este es el caso de Saw V (Kevin Greutert, 2009), A Serbian Film (Srdjan Spasojevic, 2010), la saga Guinea Pig (1985-1988) o Funny Games (Michael Haneke, 1997). Todas estas películas tienen elementos que hacen que el espectador, por norma general, se sienta muy incómodo pero, a la vez, siga viendo la película. Esto hace que tomemos la película de Michael Haneke que, fuera de ser catalogada como película de terror, experimenta con el espectador. En esta película Haneke rompe la cuarta pared, medida de protección infalible para el espectador, e involucra al público en la historia. Basándonos en unas pocas secuencias en las que uno de los personajes protagonistas se dirige a la platea con preguntas y sugerencias, Haneke transforma la experiencia cinematográfica dando al público la opción de pensar en cómo solventar las escenas. El posicionamiento es firme, los malos deberían morir y los buenos deberían sobrevivir. El filme, en cambio, sigue su línea hasta el final. El choque entre las decisiones tomadas entre el público y la película y el sinsentido de las acciones de los protagonistas, hizo que el público del Festival de Cannes de 1997 se levantara de sus butacas y abandonara la sala. Esto refleja el límite de lo soportable o lo partícipe que el público quiere ser en una película y, por ende, siga o no viendo la cinta. La pregunta sin respuesta es por qué se sigue viendo films desagradables, ya no de contenido sino a nivel receptivo por parte del espectador. Una pregunta que, seguramente, no se puede resolver.