Crítica de El Congreso (2013, Ari Folman)

El Congreso

Cuando una actriz recibe la propuesta de ser escaneada por los estudios para los que trabaja, la idea le resulta tan repulsiva como extraña, pero sus circunstancias personales la obligan a ceder. Años después, al asistir al Congreso de Futurología, comprende el complejo rumbo que ha tomado la realidad. 

Transcurrida una década de su estreno y dada la situación actual, la hipótesis en la que se basa El Congreso cobra más fuerza que nunca. Tiempo atrás, la posibilidad de recrear actores por la vía digital y reproducir su imagen con fines diversos se enmarcaba en una siniestra vertiente de la ciencia ficción. Irónicamente, hoy en día esa premisa extraída del libro The Futurological Congress de Stanisław Lem no suena  demasiado inverosímil, lo cual da pie a una amarga reflexión.

La película retrata el difícil porvenir de las actrices que alcanzan la edad adulta sin haber cumplido las expectativas profesionales que pusieron en ellas. Atormentada por un fracaso que tanto su representante Al (Harvey Keitel) como Jeff (Danny Huston), el jefe de los estudios en los que trabajaba, no dejan de recordarle, Robin Wright cae en un estado de auto-rechazo absoluto. El árido y solitario paisaje que envuelve la vivienda que habita con sus dos hijos, al amparo de la inmensidad del cielo, la sume en un entorno muy diferente al de los Miramount Studios, reflejo de un hostil y lujoso sector plagado de competitividad y envidias. Lo que no sabe es que los poderosos guardan una última baza para atraparla.

Con la aparición del factor tecnológico, el director y guionista Ari Folman lleva una serie de dilemas morales al extremo, de un modo magistral y visualmente formidable. Las inseguridades (propias e infundadas), además de la necesidad de obtener dinero para investigar el síndrome que padece su hijo Aaron, hacen que Robin acepte otorgar a los estudios el derecho de poseer su alter ego artificial y utilizarlo a su antojo, cosa palpable en una cruda y emotiva escena que impacta al espectador.

El ritmo pausado del inicio acelera en el instante en que el argumento da un sorprendente giro, situando a la protagonista veinte años después en un mundo que, tal como citan en adelante, es “Distinto al que conocía”. Los hechos se tornan demenciales cuando Robin inhala un líquido que la transporta a Abrahama, un paraje animado surrealista creado por Yoni Goodman repleto de color y elementos imposibles. En el hotel que acoge el Congreso de Futurología al que acude en calidad de invitada, la actriz experimenta alucinaciones y sueños que la hacen dudar de sus sentidos. Al tratar de rebelarse y reclamar su libertad ante seres extravagantes, ebrios de las opciones que ofrece la “fiesta química”, comprueba que ya no hay retorno, pues todos ellos han perdido la razón en pos de la ambición y el deseo.

El mensaje que se desvela en el clímax final permanecerá en la memoria de quienes visionen el film. Vivido un punto álgido al son de la inmortal Forever Young, la protagonista despierta en un lugar animado idílico tras una larga transición. Allí, la realidad se rige por la voluntad de la mente y los sentimientos, y las personas consideran inviable regresar al concepto tangible anterior. Aun así Robin, elige ese camino, descubriendo una desgarradora verdad.

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