Como si fuera una prolongación de su propio argumento, Blade Runner demuestra que una película puede tener vida más allá para la que fue programada. Recibida en el momento de su estreno con indiferencia por el público y frialdad por la crítica, el estreno 35 años despues de Blade Runner 2049 certifica que la importancia de la película dirigida por Ridley Scott ha desafiado, y vencido, a la prueba del tiempo.

¿De qué nos habla Blade Runner? ¿Del proceso de cambio interior que sufre un policía retirado, amargado y cínico, capaz de eliminar a un ser vivo, aunque artificial, sin pestañear y que recupera su humanidad perdida al verla reflejada en sus presas, cuyo único pecado consiste en exigir unos derechos vitales y existenciales que les son negados y que su perseguidor tiene desde el nacimiento, aunque no los valore? ¿O quizás sea todo lo contrario, el despertar de una criatura engañada acerca de su propia naturaleza, programado para cazar a los de su misma especie, dominado por un pasado artificial y que, como un moderno monstruo de Frankenstein, sólo aspirará a vivir en compañía de su Eva particular, un ser como él, en un perpetuo exilio, alejados de aquellos que les crearon?

En el fondo, da igual porque, ya sea por la cara o por la cruz, la moneda mantiene su forma sin que un rodaje lleno de complicaciones, un estreno nefasto o continuas modificaciones en su montaje realizadas por su propio creador sean capaz de mellarla, hacerle perder su brillo, como si la propia película sufriera el mismo conflicto de los desesperados replicantes: estar condenada a una vida de tiempo limitado, con una fecha de caducidad programada incluso antes de nacer, a la que se resiste, sobreviviendo por su propia fuerza centrípeta a cualquier obstáculo que le pongan en su camino. No es una casualidad que Blade Runner haya pasado a la historia principalmente por su excelso diseño de producción, por su cegadora dirección artística, demostrando en cada uno de sus planos que más allá de valores literarios o estructurales, Blade Runner vive, respira, como producto cinematográfico en estado puro, haciendo del valor de sus imágenes el principio y el fin de su sentido.

La primera imagen de Blade Runner consiste en una escalofriante panorámica del peor de los mundos posibles: un infierno industrial de torres y chimeneas que escupen columnas de fuego hacia una atmósfera ennegrecida y de tonos rojizos. Estilizados vehículos voladores cruzan una pantalla de hollín con la naturalidad de quien está acostumbrado a vivir entre el ruido y la mugre. El inserto de un ojo, abierto de par en par, en cuya pupila se refleja ese dantesco paisaje se intercala repetidamente mientras la cámara se acerca a dicho paisaje. ¿De quien es el ojo? ¿Es de Leon Kowalski, el primer replicante que conoceremos? ¿O de Batty, su líder, observando ese oscuro mundo que, en cambio, para él significa su salvación? ¿Podría ser de Deckard, el protagonista principal del film, demostrando ser fruto de ese deprimente panorama? Nunca nos será revelada esta información, quizás porque, en realidad, no pertenece a ninguno de los personajes del film. Quizás porque ese ojo sea el del propio espectador, incapaz de pestañear ante el fascinante espectáculo que se construye, que se forma, ante él. Con estas primeras imágenes, Ridley Scott advierte a su público: el decorado no es un mero fondo ante el cual se mueven los personajes, sino que son éstos quienes viven, miniaturizados, bajo su sombra (el primer ser humano que vemos es una distante e irreconocible figura situada detrás de una ventana).

Pero que nadie piense que Blade Runner es un film vacuo que se regodea en su brillante manierismo. Perfecta fusión de cine de evasión y de cine de mensaje, Blade Runner utiliza el tono y la estructura de un film de ciencia-ficción (Deckard recibe la misión de encontrar y liquidar a un grupo de replicantes, seres vivos artificiales, infiltrados en la Tierra) en clave noir (el detective amargado y violento, enfundado en su gabardina, que recibe una paliza tras otra; la figura de la femme fatale que despierta a la vez el deseo y el miedo del protagonista; la voz en off con la cual Deckard contrapuntea las imágenes) para desarrollar una reflexión de tintes metafísicos (la búsqueda de la trascendencia por parte del ser humano, así como la razón de su existencia) y morales (la responsabilidad del creador con sus creaciones) de las relaciones hombre-máquina.

Una reflexión que se expone y se desarrolla no con grandes dircursos y enfáticos monólogos, sino con el movimiento y las acciones de los personajes: no a través de la palabra, sino de lo físico, en coherencia con el punto de vista esteticista de los creadores del film: J.F. Sebastian, desarrollador genético de los replicantes, les reconoce por el brillo de sus ojos; Rachael observa el cuerpo dolorido de Deckard, manifestación física de su dolor existencial al conocer su auténtica naturaleza; Batty hunde los ojos de su Dios, demostrándole violentamente su ceguera al ser incapaz de reconocer el alma de sus propias creaciones; la imagen de Deckard disparando a Zhora por la espalda refleja el poco respeto que tiene por su víctima, como si esta no fuera más que un simple animal.

El enfrentamiento a vida o muerte entre Deckard y Batty sirve tanto para construir un clímax trepidante lleno de persecuciones, disparos y peleas, como para hermanar a ambos contendientes, separados por su nacimiento (uno biológico, otro artificial) y su posición (uno a un lado de la ley, su contrincante, al otro), unidos por su ansia de vivir, por su instinto de supervivencia: la imagen de Deckard vendándose la mano que Batty le ha inutilizado rima con el plano del replicante atravesando su propia mano con un clavo cuando esta se le empieza a agarrotar: ambos son presas del dolor, de un cuerpo vulnerable y que se derrumba.

El momento en el que Batty salva a Deckard de una muerte segura revela que, en realidad, lo que les diferencia no es una cuestión genética, sino de perspectiva vital: mientras que Deckard es un Ángel de la Muerte, cuyo objetivo es aniquilar sin hacer preguntas, siempre con una actitud hostil a todo lo que le rodea y quienes se le acercan (incluso la escena en que besa a Rachael lo hace de manera violenta, casi forzándola, más cerca de una violación que de una seducción); Batty, a pesar de sus crímenes, manifiesta un respeto por la vida que sólo puede tener aquél que no es dueño de ella (la paloma blanca que sujeta bajo la lluvia es una representación visual de su pureza).

Atendiendo a esta fusión, casi simbiosis, entre fondo y forma, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, el famoso y repudiado epílogo con el que finalizaba la versión original estrenada en cines (y felizmente recuperada en las últimas ediciones domésticas tras años de secuestro) revela su auténtico sentido: tras casi dos horas retratando un mundo que vive en una noche eterna, en el que el hierro, la herrumbre y los brillantes paneles de neón han borrado cualquier atisbo de vegetación, castigado por una constante lluvia de tintes ácidos, ¿hay quien cree que el idílico paisaje que recorren Deckard y Rachael, formado por hermosas montañas cubiertas de árboles que se recortan en un limpio cielo azul, es real? ¿No será, más bien, una fuga mental del protagonista que nos representa ese mundo ideal (a la vez que imposible) en que él y Rachael podrían vivir su amor en paz? Puede que sí, puede que no. Blade Runner es un film lleno de incertidumbres, que da respuestas esquivas a preguntas oblicuas. En suma, una película abierta que, tras los títulos de crédito, mantiene su recuerdo vivo en nuestra memoria, es por eso que este nunca se perderá como lágrimas arrastradas por la lluvia.