Una de las cosas que más me gustan de volver a ver una película al cabo del tiempo es tener la sensación de que la veo por vez primera. Descubrir cosas que había olvidado o que antes me pasaron desapercibidas, recordar secuencias de manera borrosa, ver a través de esa nueva visión como uno ha cambiado (o no) con los años. Esto me ocurrió hace unos días con Los Cronocrímenes, la ópera prima (en el largometraje) de Nacho Vigalondo, de la que tenía un pálido recuerdo. En su crítica, Jordi Costa escribió que a esta película sobre viajes temporales había que darle precisamente tiempo, y tenía razón.
Hace un tiempo escribí que el género de terror me parece fascinante porque puede ser una forma libre y emocionante de contar historias y de hablar de todo tipo de asuntos. Digo que puede ser porque no todas las películas de género lo consiguen, no es el caso de Los Cronocrímenes. En esta película, Vigalondo maneja de manera lúcida, vigorosa y sugerente los aspectos más interesantes del género de terror y ciencia ficción. Plantea una situación azarosa (y que, por lo tanto, nos podría ocurrir a todos), como es el descubrimiento y la búsqueda de una persona que nos atrae, y la vuelve extraordinaria, insólita. A fuerza de minuciosidad en el detalle, de la inteligente articulación de sus piezas y giros de guion, de la sutileza, crea personajes y situaciones imaginativas y las desenvuelve de forma sorprendente, imprevisible, las construye y las deconstruye, las lleva al límite, provocando una sensación de desconcierto e inquietud en el espectador. Juega con las posibilidades narrativas que tiene el género y consigue una de sus cualidades más sugestivas, la de ser inclasificable, ser al mismo tiempo una película de suspense, ciencia ficción, terror, drama y comedia. Mantiene la tensión y el misterio que infunde desde el comienzo al tiempo que suscita múltiples lecturas y explora sus distintas capas, tanto en el fondo como en la forma. Porque detrás de la trama (que personalmente, me interesa y me entretiene) y de lo que vemos en la pantalla está lo oculto, lo que se coloca en un segundo plano, los matices que fácilmente se nos escapan en una primera visión y que resultan decisivos, lo que se sugiere, lo que hay fuera de campo.
Como ya dijo David Lynch, «cuando en una toma hay un rincón oscuro o tienes dudas sobre lo que ves, la mente comienza a soñar», y a mi parecer, es ahí donde está el terror más profundo, en lo que no vemos, en lo que percibimos pero no podemos explicar de manera racional. En esta película hay secuencias de horror explícito, imágenes que ya son inquietantes y terroríficas en sí mismas, pero también lo son las ideas que nos sugiere e inocula. Como también pasa en el cine de Lynch, Vigalondo juega con los terrenos ambiguos, lo cotidiano, lo oscuro y lo demencial, lo interior y lo exterior, lo cómico y lo dramático, la mirada que tenemos sobre los hechos, los fragmentos de historias encadenadas, y de esta forma aborda de manera sobria, rompedora, arriesgada y perturbadora asuntos escurridizos e inherentes a la condición humana, como son los instintos, las fantasías, las obsesiones, las debilidades, las relaciones de poder, la manera como nos vemos a nosotros mismos, las caras y los misterios que hay en las personas.
Después de esta última visión de Los Cronocrímenes (que podéis ver en Filmin) me quedé con la impresión de haber visto una película inmensa. Posiblemente volveré a verla más veces, pues como decía Jordi Costa, se trata de una película perfecta para regresar a ella, para pensarla con el espacio que deja el tiempo, para tratar de ver esas dimensiones y detalles que se nos escapan. Además, es divertidísima, lo cual ya es mucho.