Verónica arranca en noviembre de 1992. Tras recibir una angustiada llamada de auxilio, la policía nacional entró en la casa de una joven de Vallecas dando lugar a uno de los casos mas populares de la historia paranormal española.
Director: Paco Plaza
Reparto: Ana Torrent, Sandra Escacena, Claudia Placer, Iván Chavero, Consuelo Trujillo, Maru Maldivieso, Bruna González.
El comienzo de Verónica parece funcionar como guiño de cara a todos aquellos que se han acercado a la última película de Paco Plaza buscando una reconstrucción fidedigna del célebre expediente de Vallecas: situado en la fatídica noche en la que la policía responde a una desesperada llamada de socorro y se dirige a la casa desde donde se ha efectuado encontrándose ante un angustioso escenario consecuencia de la irrupción de horror. La angustiada voz distorsionada en off; la torrencial lluvia que parece vaticinar el truculento espectáculo que viene a continuación; los planos de los polícias recorriendo el oscuro pasillo con sus linternas siguiendo las macabras pistas que les dirigen a una habitación tras cuya puerta se escuchan ininteligibles y horrendos sonidos… Todo ello parece situarnos en el terreno de la crónica de sucesos de testimonio documental. Pero estamos ante una declaración de principios: efectivamente, Plaza y su guionista Fernando Navarro parten de un hecho real para utilizarlo como mero punto de partida a partir de la cual elaborar su propia ficción.
Es por ello que, a los pocos minutos, comienza un flashback que ocupará la práctica totalidad del metraje y lo hace con un primer plano de su protagonista despertándose: la ficción surge del sueño de la realidad para tomar la iniciativa. De manera honesta, es el nombre de esta joven la que da título a la película y no sólo nos avisa de que ella nos va a guiar durante su desarrollo, sino que es el principal foco de atención de sus creadores. Verónica se levanta de la cama y va despertando, uno a uno, a sus hermanos pequeños para prepararles para ir al colegio. No sólo es nuestra guía sino que lo es del propio relato: ella se encarga de introducir al resto de personajes a la que será la historia de sus últimos días de vida.
De ahí el despliegue de una puesta en escena subjetiva a través de la cual se reproduce tanto el mundo que rodea a Verónica como su proyección interna de éste. Y lo hace a través de una gradación sensorial pues lo que estamos viendo no es una reconstrucción de la realidad sino la perspectiva que de esta tiene la joven: la primera vez que sale a la calle Plaza usa una serie de planos en cámara lenta para reflejar como su vida está siendo ralentizada por las obligaciones que la encadenan (tener que cuidar a sus hermanos) a un barrio cuyas sucias calles e intimidantes vecinos son el testimonio de sus precaria situación social y económica. El uso de la música de Héroes del Silencio no sólo funciona como definición cultural de una época, sino que su fuerza épica contrasta con esos entornos humildes sirviendo de vía de escape a Verónica: a través de las letras de las canciones puede proyectar sus anhelos. A medida que avanza el metraje, y la amenaza sobrenatural adquiere consistencia, la planificación se va distorsionando, rompiendo la frágil solidez del mundo de Verónica: apuntemos el vertiginoso movimiento de cámara usado para mostrar como Verónica se levanta de la cama el día que tiene su primera menstruación (su vida, aunque parece la misma, ya no será igual); el momento en el que la pantalla se llena de páginas de un fascículo sobre ocultismo sobre las que camina (lo esotérico ha copado toda su existencia, nada más tiene cabida) o la certificación que ya no hay lugar (ni esperanza) en el mundo «real» para ella que se desliga del hecho de que el resto de las personas de la calle se queden paralizadas y desenfocadas mientras Verónica se dirige a su final.
Verónica se nos aparece como la última encarnación de una estirpe de heroínas que vehiculan los sufrimientos de la etapa adolescente a través de lo sobrenatural y cuyos modelos más evidentes son Carrie y la Regan de El Exorcista. De la primera hereda sus desajustes hormonales como manifestación de un desequilibrio anímico y con los cuales se resiste a dejar atrás la etapa infantil: a sus 15 años, Verónica aún no menstrua y a medida que sus amigas se interesan por los chicos y las fiestas éstas la van dejando de lado. Una de las frases más repetidas a lo largo de la película proviene de su madre que le insta a madurar para hacer frente a sus responsabilidades. No es casualidad, en este sentido, que durante la primera parte de la película veamos a Verónica vestida con el uniforme de colegio, incluso estando en casa. Una vez tenga su primera regla, se deshará de ella y la veremos con ropa de calle, síntoma de que ha dejado atrás esa etapa de su vida.
Al igual que el film de Friedkin planteaba la idea de que el traumático divorcio de los padres de Regan hacía a la niña un objetivo vulnerable al demonio Pazuzu de cara a su posesión, Verónica también sufre la ausencia de los suyos (su padre falleció y su madre nunca tiene tiempo para pasarlo con sus hijos debido a sus obligaciones laborables) reduciendo su día a día a una lista de tareas y obligaciones que le van quitando su espacio personal. Anotemos a modo anecdótico que Regan también es mostrada jugando a la ouija momentos antes de evidenciar los primeros síntomas de su posesión diabólica.
La desolación existencial fruto de su situación convertirán a Verónica también en una víctima fácil para este extraño y demoníaco ente. Durante la primera media hora Plaza construye una atmósfera que enrarece progresivamente al ir desplegando una serie de símbolos premonitorios que, de manera natural, rodean a la protagonista (el proyector plasmando en su pecho la imagen de un eclipse solar como si fuera una diana esotérica que la señala como condenada al sacrificio) y que desemboca en la escena de espiritismo con una tabla ouija en los sótanos del colegio, símbolo de la inmersión de Verónica en una realidad que está por debajo de la nuestra.
Al contrario que propuestas del género recientes como The Babadook, La Bruja o (en menor medida) It Follows, en Verónica Paco Plaza no deja que estos elementos se apoderen de la película, manteniéndolos como subtexto enriquecedor de su auténtico interés: la película de terror pura, sin edulcorantes metafóricos o colorantes manieristas. Incluso la aparición del lucar común en forma de escenas fácilmente previsibles para el aficionado (Verónica y sus hermanos arrinconados por la supuesta amenaza hasta que se encienden las luces y se descubre el equívoco liberador) son un peaje que el director paga con gusto para informarle al espectador que, ante todo, esta es una montaña rusa del Horror compuesta de instantes de tenso suspense y fogonazo en forma de sobresaltos. En este sentido, el personaje de la monja ciega viene a representar la guía de lo fantástico de la misma manera en que Verónica lo es de la realidad. No siendo el objetivo de estas líneas, un análisis referencial de Verónica arrojaría no poca luz a la propuesta de Plaza. Críticos como Fausto Fernández o Tonio L. Alarcón han señalado al cine fantaterrorífico italiano de los años 60/70: nos limitaremos a anotar la satánica La Centinela y, de manera más directa, ¿Quién Puede Matar a un Niño?, que la protagonista ve en televisión.
La comparaciones que se han hecho con los films de James Wan -especialmente con el díptico de Expediente Warren– no proceden más allá de tomar como base un suceso documentado ambientado en el pasado. Allí donde el director de Saw tiende a la espectacularización, Plaza apuesta por el recogimiento. Una misma herramienta narrativa tiene dos funciones diferentes: los travellings que recorren los pasillos de los hogares son una muestra de (gozoso) virtuosismo escénico por parte de Wan mientras que en el caso de Verónica hacen gala de un empático intimismo. En sus escenas finales Verónica parece recuperar el tono de crónica de sucesos situándonos allí donde se dejara la acción. Pero, de nuevo, es para negarlo. Paco Plaza se resiste a caer en la tentación, tan extendida hoy, de utilizar imágenes reales del caso como testimonio de su cercanía (o lo contrario) a los hechos en que se basa. A cada paso, la trama, la atmósfera y los sustos se van diluyendo y queda arraigado en la memoria ese rostro congestionado, esa mirada suplicante, ese retrato de la desolación.