Jessica es una creadora de cómics infantiles a la que le cuesta adaptarse como madre de sus dos hijastras. En plena mudanza a la casa de su infancia, la más pequeña de la familia, Alice, hace un descubrimiento inquietante: la existencia de un pequeño hueco en el sótano donde se esconde un osito de peluche. La amistad entre el nuevo miembro de la familia y la pequeña, al principio visto con ternura, se torna en un giro oscuro al descubrir las auténticas y macabras intenciones de este amigo imaginario.

Niños perseguidos por presencias extrañas en un nuevo hogar, cuyas intenciones son siempre las de usar al más pequeño de los vástagos para desatar la maldad. Al mal le gustan los niños y a los niños les gusta la maldad; ¿no era eso lo que decía la médium del brutal film de Demián Rugna, Cuando acecha la maldad? Que se lo digan sino al personaje de Jessica Chastain en Mamá (Andy Muschietti, 2013), o al personaje de Ellen Burstyn en El Exorcista, cuya pequeña Regan se ve continuamente acompañada por la presencia del Capitán Howdy (posteriormente, el demonio Pazuzu) o ese terrorífico sosia de Nosferatu en The Babadook.

El cine de terror reciente está explotando más que nunca esta extraña y fructífera relación que va más allá de los miedos infantiles y que sirven como catalizador de otras preocupaciones que también atañen a los adultos: ahí tenemos a la infravaloradísima Antlers de Scott Cooper, donde se habla del acoso y el cambio climático; la irregular The Boogeyman de Rob Savage, que trata sobre la depresión; Z de Brandon Christensen, película sospechosamente similar a Imaginary (y anterior a la misma), que gira en torno a la herencia de los traumas de padres a hijos; y, para cerrar este breve repaso, la reciente y terrorífica Cobweb de Samuel Bodin. La labor más compleja al que se enfrentan estas obras se engloba en el tratamiento de estos temas: la subtrama invisible, como quien dice. Incorporar temáticas que hablen sobre el propio ser humano sin traspasar los límites del melodrama y pervertir el uso del terror como una herramienta secundaria. Pues bien, Imaginary cae justamente en estos derroteros. Veamos por qué.

El motor de toda la obra se corresponde al trauma de la madrastra, el cual se nos va revelando a lo largo de la película con una fuerza dramática tan pobre que parece sacada directamente del manual del telefilm de sobremesa, con personajes tan absolutamente encorsetados que es imposible que sientas cierta compasión por ninguno de ellos. Esta deficiencia no es nueva: el descuido del núcleo dramático en una obra de terror apadrinada por una gran productora es una de las lacras más elementales de los últimos años. Los jump scares con el subidón correspondiente de los agudos de la banda sonora no son sinónimo de miedo ni nada parecido: es un recurso barato, simple, mundano, que trata de camuflar las deficiencias de una propuesta sin fuerza. Es verdad que sería injusto para otras películas decir que esto es lo esencial en una obra de terror: en Halloween de John Carpenter su fuerza reside en la atmosfera constante de inquietud, de ese acecho constante, pero reforzado sin lugar a duda por la familiaridad que nos transmite Jamie Lee Curtis: es una joven sencilla, despreocupada, sin grandes dramas en su vida salvo la de ser adolescente, que se ve de repente sacudida por la maldad personificada.

No necesitamos grandes cicatrices interiores para que un personaje sea rico en matices y nos sacuda cuando el horror irrumpe en su vida cotidiana. El mejor ejemplo: El ente de Sidney J. Furie, cuyo personaje de Barbara Hershey, una madre soltera normal y corriente vive el suceso más terrorífico de la historia del cine. Pero en el caso que nos atañe, el personaje principal de Imaginary posee una fuerza pobre, que no nos transmite ni un mínimo del desasosiego al que se enfrenta (o al que una vez se enfrentó) y que cae de bruces cuando trata de abordar a la familia como víctima del terror (no hemos aprendido nada desde Poltergeist). Pero no son las dinámicas que adoptan para hacer frente a esta “maldad” el punto más bajo del film: el dudoso honor de semejante momento corresponde al personaje de Betty Buckley, la mítica profesora de Carrie en el film de Brian de Palma. Un personaje salido de la nada, con decisiones bipolares, construido a toda prisa como deus ex machina para explicarnos todo el tinglado y que, eso sí, nos regala un momento bastante memorable dentro de los límites de lo absurdo.

Cuando creíamos saber por dónde iban los derroteros de Imaginary, la película da un volantazo y nos mete de lleno en un cuadro de Piranesi donde el terror da paso a la fantasía oscura con algún que otro elemento salvable y que trata de enmendar todo lo anterior. Su uso de un traje animatrónico también ayuda a que nos olvidemos por un segundo de todo el desastre. Pero pronto volvemos a la realidad, a tirar de recursos cochambrosos (ese ‘falso final’) y a enmarcar su final como un homenaje profano a Poltergeist.

En resumen: lo mejor de Imaginary es que vuelven los animatronics con fuerza y que la su propuesta no engaña a nadie (‘from the producers of Five Nights at Freddy’s and M3gan). Lo peor: que la ausencia de un núcleo dramático potente sigue este camino y se llegue al punto de no diferenciar cuando una película está escrita por un ser humano o por una IA.