Skye Riley, la superestrella pop del momento, está a punto de comenzar una nueva gira después de una traumática tragedia. Lo que no sabe es que algo la acecha en las sombras, en los fans, detrás de cada sonrisa.
En el país del box office, las secuelas son las reinas. O eso podríamos aplicar a la generalidad si no fuera por el terrible (y excesivo) espaldarazo público a Joker 2. Pero, sin ponernos exquisitos, la definición económica de «secuela» habla por sí sola: existe una segunda parte porque la primera hizo los números que debía. Y en el cine de terror, si algo ha demostrado la taquilla de 2024 (y de la historia general del cine), es que siempre cumple. Si una buena película que, además de llamar la atención crítica, llama la atención del público, no sobra un segundo antes que los ejecutivos de las corporaciones cinematográficas se decanten por alargar el legado taquillero de su original y utilizar ese recuerdo reciente como gancho. En algunas ocasiones, antes del estreno, se relanza la original para reforzar la imagen de la película de cara al estreno de su segunda parte (como ocurrió, por ejemplo, con It (2017), y las dobles sesiones donde se programó junto con un estreno adelantado de su secuela). Sin embargo, el gran peligro de las secuelas se encuentra en la propia concepción de las mismas: es terriblemente fácil que el conformismo y la sed de entradas maten la creatividad de sus responsables. Otras veces, suceden milagros: las metasecuelas de Scream, Pesadilla de Elm Street (sobre todo su cuarta parte), la lisérgica La matanza de Texas 2, las reformulaciones de Posesión Infernal… Y un larguísimo etcétera. Pero el peligro está y seguro que todos los lectores tienen una en mente. Y ahora nos llega Smile 2, secuela del megaéxito mundial y el resultado es sorprendentemente decepcionante.
Una de las grandes flaquezas de su original es lo poco claro que queda la sistemática de esa maldición. Más allá de las lecturas sobre su obvio significado, la mecánica de contagio era tan terriblemente confusa que todo quedaba en el aire y todo era posible. Y en esta ocurre más de lo mismo, por la intención de sus creadores no es expandir el lore de su antecesora: repiten hasta el más mínimo detalle toda la estructura de la primera. Incluso algunos de sus sustos son calcos o trasmutaciones que repiten una situación concreta (el momento cumpleaños aquí aparece en una gala benéfica, con el mismo nivel de comedia involuntaria). Uno podría haber esperado muchas cosas de esta secuela, pero no que fuese “nueva versión” de la primera añadiendo el drama diario que ser una estrella del pop y los problemas básicos del primer mundo que ello conlleva. En ese sentido, existe un curioso parecido con La Trampa de M. Night Shyamalan, más allá de que la música que hacen sus protagonistas es tan inane e insípida que son perfectamente intercambiables entre ambas películas: dentro de Smile 2 existe algo extraordinariamente camp y absurdo que muere por la absoluta gravedad del subtexto y que, al igual que en la primera, aparece casi al final.
En Smile 2 vuelven los absurdos jump scares y las subidas de volumen ensordecedoras y, por tanto, vuelve la desconfianza de su director en el poder terrorífico de la imagen. Todo lo espeluznante que pudiera tener su predecesora (heredadas en su gran mayoría de Junji Ito e incluso un susto concreto copiado de Aterrados de Demián Rugna) aquí se difumina en una constante reiteración que no se molesta en expandir su mitología.
Lo único que de verdad se puede considerar original en Smile 2 es la actuación de Naomi Scott, absolutamente entregada a la causa. Su personaje, que no deja de ser exactamente el mismo personaje que la protagonista en la primera entrega, trata de ser la personificación de una víctima de la industria musical y su explotador sistema que puede compararse con la situación vivida por Britney Spears. Pero su crítica es tan simple y superficial que acaba en segundo plano; y si no desaparece esta lectura de fondo es precisamente por el trabajo de Scott en el film y que es, desde luego, la auténtica razón por la que dejarse arrastrar por esta innecesaria secuela. Otro punto curioso: la presencia (breve, casi anecdótica) de Ray Nicholson, hijo del actor Jack Nicholson. En un momento concreto de la película podemos ver cómo, por segundos, creemos estar ante su propio padre por el catálogo de muecas y tics terroríficos que muestra y que, a muchos, le traerá al recuerdo la perturbada interpretación de Nicholson padre en El Resplandor. Un guiño cómplice al espectador, sin duda.
En resumen: una secuela que no aporta nada, que no expande ninguna de las ideas mostradas en la película anterior, que fotocopia de forma exacta sus best hits. Se sigue al pie de la letra la máxima de James Cameron con las secuelas: es más grande, más larga (cinco minutos más aproximadamente) y, presumiblemente, más cara. Pero no por ello es más interesante.