Crítica de Longlegs (2024, Oz Perkins)

Longlegs

Lee Harker, agente del FBI, sigue la pista de un asesino en serie cuyas únicas pistas son unas extrañas cartas codificadas. Los retorcidos asesinatos parecen no tener móvil, sin embargo, una vez empieza a descubrir qué se oculta tras el asesino, Lee se verá arrastrada al corazón mismo de las tinieblas.

En estos momentos, y hasta el ocho de septiembre, está teniendo lugar en Barcelona la exposición Suburbia. La construcción del sueño americano, en el CCCB. La exposición nos plantea las implicaciones que ha tenido este constructo arquitectónico y mental para la sociedad pasada y presente y las incógnitas que surgen de su fundación. Podríamos traducir el concepto “suburbs” a “barrio residencial”, sin embargo, aun andaríamos lejos de las implicaciones que este término engloba: la “american way of life”. La promesa que se le hace al buen ciudadano de una casa con jardín, sótano (sobre todo sótano), piscina, valla de madera y domingos de barbacoa con el resto de los vecinos es solo la punta del iceberg; es un mero matiz de gris a toda una gama de claroscuros cuyo límite final es el “blanco”. Es un paisaje mental, una isla que aspira a la conservación a toda ultranza: lejos del mundanal ruido, el ajetreo, los gritos y los llantos de la gran ciudad; la suciedad, la contaminación que impide a sus vecinos ver el cielo estrellado y la inseguridad de sus calles. Sobre todo, la inseguridad. Porque para estos pobladores de los lujosos barrios residenciales de Connecticut, el maravilloso espacio que se abre en Llewellyn Park en Nueva Jersey o en el Área de la Bahía, una preciosa y lujosa región de San Francisco el peligro tiene nombre…  y raza.

Estas utopías burguesas, como las llamaría Robert Fishman, son un mero reflejo de ese deseo de alejarse de las grandes urbes con el fin de salvaguardar lo más sagrado del continente americano: la familia tradicional. Bajo ese pretexto, no puede existir una buena McMansión residencial sin su buen surtido de balas y armas de fuego, resultando que esta especie de paraíso de seguridad quede más cerca del Lumberton de Terciopelo Azul, donde David Lynch ya nos mostraba la cara oculta del sueño americano. Por ello, no deja ser curioso que estos núcleos residenciales fueran un maravilloso caldo de cultivo para la proliferación de asesinatos. Geográficamente se presentaban como una opción plausible: alejados de la gran ciudad, construidos en las inmediaciones de parques naturales y con el plus de que, a una determinada hora, las calles quedaban vacías de “commuters” (transeúntes). Fue el escenario perfecto para algunos crímenes de la familia Manson (Sherman Oaks, los barrios residenciales de Los Angeles) o The Night Stalker.

La maldad es una enfermedad fácilmente transmutable, o eso vendría a decirnos Oz Perkins con Longlegs, una idea que ya nos suena de Cure de Kiyoshi Kurosawa. No es casualidad que la trama de Longlegs transcurra lejos de la gran ciudad: es en la tranquilidad de los barrios residenciales donde los gritos son más huecos. Michael Myers no sembraba el pánico en las grandes urbes: cada Halloween sacaba a pasear su cuchillo por las calles de Haddonfield, Illinois. La proliferación de mujeres robots para satisfacer las aspiraciones de los barones de alcanzar la “american way of life” no ocurre en la ciudad de Nueva York, sino en Stepford, Connecticut, en la increíble película de Bryan Forbes. Tom Hanks no empieza a volverse paranoico en la ciudad de Washington DC, sino en la ficticia Mayfield Place, modelo ideal de barrio residencial americano. Y así un largo etcétera.

Perkins no se circunscribe a las películas que todos los críticos le están endosando como “referencias”. Puede tener partículas de Zodiac o El silencio de los corderos como psycho-thrillers oscuros, pero ahí acaba su comparativa: Longlegs es una tesis de la genealogía de la maldad. Una inmersión en la oscuridad que se esconde en las esquinas más recónditas de nuestros tranquilos barrios residenciales, cuyo único afán es aportarnos una falsa seguridad. En el cine de terror presente, los barrios residenciales han sido despojados de su condición de fortalezas contra el mal: en Get Out de Jordan Peele, en Barbarian de Zach Cregger, en It Follows de David Robert Mitchell. El mal no conoce de fronteras, etnias o condiciones sociales: se cuela por cada pequeña brecha que se abre en nuestros techos adosados. Esta tesis no es nueva: su proliferación lleva activa antes que la imagen adquiriese movimiento, pero es especialmente peculiar como desde 2023, algunas de las mejores películas del año pasado y presente (Cuando acecha la maldad, The zone of interest, Chime, La primera profecía) toman con literalidad esta máxima. Pero Longlegs quiere ir más allá. Y desde nuestra humilde opinión, lo consigue.

En su densa atmosfera, perversa y voluble, sobrevuela un fantasma mucho más oscuro del que vemos en Longlegs. Un espíritu malvado que no vemos, pero que tampoco necesita materializarse para comprobar que su influencia es elemental. Esa maldad es el “buen vecino” del documental Abducted in Plain Sight; es ese amable residente de la casa de enfrente de Lake Mungo; es Gertrude Baniszewski y su horripilante crimen. En toda esa cotidianidad, dormitan monstruos y la maldad toma una forma mundana, simple. Pero siempre ha estado ahí. Nicolas Cage es la representación de un “boogeyman” que sirve de vehículo para que se cumplan todos los males: un agente interventor, terrorífico, pasado de rosca, pero coherente, porque no existe ente maligno que esté en sus cabales. El contrapeso de Cage, Maika Monroe, no es un mero receptáculo de todos los acontecimientos que están sucediendo. En su comedida interpretación late una represión, un sentimiento que es demasiado terrorífico como para dejarlo salir, cuyo muro, conforme avance su investigación, deberá romper y mirar a los ojos de la más absoluta oscuridad.

En resumen: la prolífica historia criminal de EE. UU. no es más que un reflejo de la pulsión latente en cada corazón humano, donde la oscuridad vive a gusto esperando el tiro de salida. Longlegs es una malvada “celebración” de las tinieblas, un vistazo al abismo de los barrios residenciales y el terror que se esconde bajo una piel inocente.