El debate por encontrar los origines del slasher es tan antiguo como el propio subgénero. La tendencia general es a marcar el estreno de La Noche de Halloween como el punto de inicio de las normas que marcarían el posterior slasher tradicional estadounidense; sin embargo, los analistas del género siempre han considerado que la trinidad formada por Psicosis, Bahía de Sangre y El Fotógrafo del Pánico debe ser considerada como los pilares sobre los que después se asentarían el resto de producciones. Si bien Psicosis y Bahía de Sangre cuentan con un amplio reconocimiento entre el público, parece que hasta hace algunos años la británica El Fotógrafo del Pánico había quedado relegada al puesto de hermana menor a la que nadie parece hacer caso.
Y es una auténtica pena, porque la película de Michael Powell además de ser un notable proto-slasher, funciona a la perfección como un estudio de la obsesión humana llevada hasta sus últimas consecuencias. Transformando una cámara de vídeo en el salvavidas de una mente atormentada, el guion de Leo Marks indaga de forma astuta en los lugares más oscuros de la mente humana, donde dolor, placer y deseo se esconden formando un pequeño monstruo que luchamos por tratar de ocultar al mundo. La película muestra desde el primer momento como la obsesión que marca la vida de su protagonista le termina llevando a romper cualquier relación que pueda conectar a nuestro atormentado personaje al mundo real, haciéndole vivir en una constante fantasía a la cual penetra a través del objetivo de su cámara.
Todo esto se consigue en gran parte gracias al espectacular trabajo de Karlheinz Böhm al frente de reparto. Su entrañable villano no tiene nada que envidiar al célebre Norman Bates, siendo ambos ejemplos de jóvenes aparentemente desvalidos y expulsados de la sociedad que en realidad ocultan un verdadero demonio bajo su cándida sonrisa. La fotografía de Otto Heller termina de crear ese apasionante universo en el que la oscuridad y la visceralidad de los crímenes se solapa con el Hollywood más glamuroso y despreocupado de la época. El verdadero terror siempre se esconde en la aparente cotidianidad: en pocos segundos, cuando la obsesión hace acto de presencia, todo puede convertirse en un auténtico infierno.