Crítica de Scream VI (2023, Tyler Gillett, Matt Bettinelli-Olpin)

Scream VI

Sam, Tara, Mindy y Chad quieren tener una vida completamente normal, y por ello, después de la masacre final de Ghostface en Woodsboro, deciden mudarse a Nueva York. Todos ellos quieren abandonar esas horribles vivencias que sufrieron en su pequeño pueblo. Sin embargo, no pueden escapar tan fácilmente de sus problemas y les volverá a perseguir un nuevo psicópata. Lo comienzan a ver en el metro, en el supermercado, en medio de la gran ciudad. Sam, Tara, Mindy y Chad no están dispuestos a rendirse y se preparan para acabar con él y volver a vivir en tranquilidad.

Con Scream (2022), el colectivo cinematográfico Radio Silence —formado por los directores Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin, y el productor ejecutivo Chad Vilella— tuvo la oportunidad de insuflar nueva vida a una de las franquicias más prestigiosas del terror contemporáneo, aquella que, de una forma u otra, siempre estuvo un paso por delante de sus sucedáneos en tono y forma. Y si bien la ausencia de Wes Craven resultó difícil de asimilar, el apoyo tanto del creador Kevin Williamson como del público y la crítica especializada demostraron que el esfuerzo por materializar esta recuela había merecido la pena. Spyglass Media Group y Paramount Pictures también lo creyeron así, y, apenas un año después, nos llega Scream VI.

Scream VI supone el auténtico salto de fe de Gillett y Bettinelli-Olpin dentro del universo concebido a finales de los 90. Su respuesta a cómo seguir haciendo relevante Scream después de seis películas pasa, entre otras decisiones, por seguir la ruta marcada por la magnífica Scream 2; es decir: subvertir las expectativas, incrementar el recuento de cadáveres (cuya elaboración se torna más exquisita que nunca), y explotar las dinámicas entre los personajes veteranos y los recién llegados.

La estructura dramática de esta nueva secuela, así como la construcción de personajes, fluye mucho mejor que en la anterior película, ofreciendo un estilo mucho más depurado en cuanto a favorecer posibilidades narrativas más atractivas. Del grupo acechado por el asesino de la máscara de fantasma resulta justo señalar a Jenna Ortega (Tara Carpenter) y Mason Gooding (Chad Meeks-Martin) como el alma y corazón de la historia, destacando entre un reparto en estado de gracia.

Una de las mejores bazas de Scream VI radica en que de una forma u otra nunca se detiene, siendo consciente en todo momento de su imprevisibilidad, de las reglas que sigue (o directamente echa por tierra). Mover la acción a Nueva York supone un gran acierto en este sentido; más cuando apunta a posibles sospechosos detrás de la máscara decrépita del Ghostface más salvaje de todos. Cualquiera puede morir en cualquier momento. De la peor forma posible. Nadie está a salvo. Y es precisamente esta sensación de peligro constante la que da a pie a unas escenas de persecución —la escalera entre las ventanas, el apartamento de Gale— que alcanzan una intensidad no vista desde Scream 2.

El guion de James Vanderbilt y Guy Busick sigue fiel a la naturaleza de la saga, reflexionando de forma mordaz sobre el estado actual del género del terror y sin dejar atrás el humor que siempre ha estado ahí, si bien es cierto que algunas situaciones y subtramas no terminan de encajar o de encontrar una conclusión natural, sobre todo en un tercer acto algo sobrecargado cuyo desenlace nos hace plantearnos hasta cuándo puede durar Scream antes de agotarse por completo.

Así las cosas, Scream VI se erige como una enérgica secuela dentro de una saga que, desde el ejercicio del metalenguaje, ha reflejado siempre las corrientes variables del género. Es divertida, sangrienta y la más oscura de todas hasta el momento. No resulta fácil decir algo nuevo a estas alturas, pero Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett lo han conseguido, demostrando que Scream está en muy buenas manos.