Y volvimos al lugar más parecido al cielo. En esta edición de Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges 2025, la magia fluyó con una intensidad renovada: del 9 al 19 de octubre, once días de delirio, cine y comunión entre aficionados y profesionales en un Sitges que no dejó de sumar logros (un aumento del 14 % en ventas anticipadas de entradas). Arrancamos con la proyección de Alpha, de Julia Ducournau —tercera mujer en inaugurar el festival—, una distopía oscura y corporal que marcó el tono. También contamos con invitados de talla global: Benedict Cumberbatch recibió el premio Màquina del Temps; se homenajearon a Terry Gilliam, Joe Dante y Carmen Maura, entre otros, y la célebre Zombie Walk incluyó a parte del equipo del clásico Re‑Animator. El leitmotiv de este año: la fusión entre risa y susto, humor y horror. En el póster de 2025 se planteaba exactamente ese choque, y en la práctica muchas proyecciones, charlas, y actividades lo confirmaron. Así que, con acreditación en mano, nos sumergimos en esta edición que pareció fugaz —pero poderosa—: una ventana para desconectar de lo cotidiano, para dejarse llevar por lo inesperado, lo visceral, lo deslumbrante.
Nuestro viaje por Sitges 2025 arrancó con Shelby Oaks, el debut de Chris Stuckmann, que muchos esperábamos con la curiosidad de quien ve a un crítico convertirse en creador. Y vaya si tenía cosas que decir. Su mezcla de mockumentary, survival horror y true crime digital lo acerca a la sensibilidad inquietante de Silent Hill, aunque su pulso narrativo a veces se diluya entre ideas brillantes y ejecuciones irregulares. Lo que sí tiene Stuckmann es visión: sabe dónde colocar la cámara, cuándo dejar respirar el miedo y cómo usar la textura del vídeo digital para hacer sentir que estamos viendo algo prohibido. Imperfecta, sí, pero valiente.
Con Vieja Loca, Carmen Maura volvió a recordarnos por qué es un tesoro del cine español. Arranca con fuerza —ella, desbordante de magnetismo—, pero pronto se diluye en una incertidumbre tonal, atrapada entre la sátira negra y el drama decadente. Hay destellos de ingenio y momentos donde asoma un horror senil cercano al que hemos visto estos últimos años, pero el conjunto se resiente por falta de pulso y de convicción. Al final, lo que podía haber sido una locura brillante se queda en un delirio contenido, domesticado. Una pena: le faltó el valor de perder del todo la cabeza.
¿Qué sería de Sitges sin su dosis de V/H/S? V/H/S/Halloween, la octava entrega de la saga, confirma que el experimento nacido en 2012 sigue en plena forma y con la vitalidad de antaño. Esta vez, la ambientación de Halloween da cohesión al cóctel de gore, humor negro y found footage que tanto nos gusta. El segmento de enlace, Diet Phantasma, de Bryan M. Ferguson, establece el tono con una sátira ochentera sobre consumismo y experimentos peligrosos, que, aunque reiterativo, es bastante resultón. Entre las historias destacan Fun Size, de Casper Kelly, que aporta un respiro irreverente con su humor grotesco y absurdo, Ut Supra Sic Infra, de Paco Plaza y Alberto Marini, sorprendente y juguetón, y Kidprint, de Alex Ross Perry, de lejos el segmento más perturbador de la saga. Esta nueva entrega no reinventa el formato, pero reafirma la fuerza de la antología: un espectáculo sucio, ingenioso y macabro que sigue siendo, año tras año, uno de los puntos más esperados de Sitges 2025 (al menos para nosotros).
Con Primate, Johannes Roberts resucita el espíritu del cine de animales asesinos de los años setenta y ochenta, dotándolo de la ferocidad propia del terror contemporáneo sin caer en algunas de sus trampas más habituales, como el abuso del CGI. Uno puede esperar 90 minutos de suspense, sangre a raudales y humor negro sin respiro cuya premisa —chimpancé rabioso desata el caos entre un grupo de adolescentes— no busca reinventar el género, sino exprimir hasta el límite su potencial de entretenimiento. Y lo consigue, porque cuando se entrega por completo a su lado más feroz, alcanza su mejor forma. Un festín destinado a quienes disfrutan del terror sin filtros, elaborado con oficio.
Entre las sorpresas más singulares (y esperadas) destacó Good Boy, de Ben Leonberg. La película adopta el punto de vista de Indy, un Retriever de Nueva Escocia que intenta proteger a su dueño enfermo de las fuerzas sobrenaturales que acechan entre las sombras. Lo que podría haber sido un simple experimento se convierte aquí en una pieza de atmósfera hipnótica y extraña belleza. Rodada a ras del suelo, con una cámara que observa el mundo desde la mirada temerosa del animal, Good Boy transforma lo doméstico en territorio de pesadilla. Cada pasillo, cada crujido, cada respiración del bosque se siente como una amenaza latente. Leonberg construye así un terror contenido, más sugerido que explícito, que se apoya en una puesta en escena densa, casi táctil, donde la humedad y la penumbra son personajes más. Y en el centro de todo, nuestro peludo protagonista, capaz de transmitir más emoción que muchos intérpretes humanos. Si bien es cierto que la fórmula se agota demasiado pronto y la duración podría haber sido más escueta, no cabe duda de que estamos ante una de las joyas del año.
Zak Hilditch regresa con We Bury the Dead a ese territorio que mejor domina: el del apocalipsis íntimo, la tragedia en escala humana. No alcanza la intensidad emocional de Las últimas horas, pero ofrece una propuesta sobria, lúcida y contenida, donde el fin del mundo es más una herida emocional que un espectáculo de vísceras. Daisy Ridley nos regala una de sus interpretaciones más sólidas hasta la fecha y su entrega es total; la actriz compone una figura de dolor seco, de rabia soterrada, que sostiene toda la película con una presencia magnética. Hilditch coquetea con el cine de zombies, pero sin entregarse del todo a sus códigos. Lo que propone, en realidad, es una reflexión sobre la pérdida, la culpa y la necesidad de enterrar —literal y simbólicamente— a los muertos que seguimos arrastrando. Cuando se concentra en ese tono melancólico, casi elegíaco, la película funciona con precisión quirúrgica; cuando cede al impulso del susto fácil o al terreno más convencional del género, pierde algo de su potencia.
Hay películas que confunden el exceso con la transgresión, y Fuck My Son! es una de ellas. Todd Rohal firma un artefacto que se vende como la nueva gran provocación del cine underground, pero que acaba siendo poco más que un ejercicio de mal gusto autoconsciente, atrapado en su propia pose de “cine prohibido”. Lo que empieza como una broma a medio cruce entre Troma y John Waters pronto se convierte en una sucesión de ocurrencias tan grotescas como previsibles. Incesto, vísceras, sexo explícito, blasfemias, sangre a chorros… Todo lo que nos gusta está ahí, pero sin nervio, sin esa chispa anárquica que hace que el disparate funcione. Rohal parece más interesado en epatar que en perturbar, y eso, en este tipo de cine, es un pecado capital. Para ser una película tan empeñada en escandalizar, Fuck My Son! resulta sorprendentemente inofensiva. Su incorrección es de manual, su irreverencia domesticada. Donde debería haber furia, hay guiño; donde debería haber peligro, hay un chiste autoconsciente. En el fondo, todo suena a cálculo, a un intento desesperado por conquistar el estatus de “cult movie” antes siquiera de haberlo merecido. Visualmente es un carnaval de estímulos —color, mugre y ruido—, pero incluso esa estridencia termina fatigando. Hay talento en el caos, sí, pero también una ausencia total de pulso. Y lo peor: una falta de propósito que deja la película varada entre el escándalo impostado y la comedia que no hace gracia.
Flush es una de esas pequeñas sorpresas que consiguen mucho con muy poco. Andrew Morin convierte el encierro más banal imaginable —un hombre atrapado en un baño público— en un juego de supervivencia tan absurdo como brillante, una comedia negra que se mueve con soltura entre el humor más seco y el horror existencial. Desde su primera escena, Morin demuestra que sabe exactamente lo que tiene entre manos: una premisa mínima, un espacio reducido y un tiempo que se estira hasta lo insoportable. Pero ahí radica su ingenio. Donde otros se quedarían sin aire, Flush respira a través de su ironía, su ritmo nervioso y su sentido del detalle. La cámara exprime el espacio, convierte los azulejos, el lavabo y las tuberías en un paisaje psicológico. El guion de David Neiss acompaña con inteligencia, levantando la apuesta escena a escena sin recurrir al exceso. El tono es corrosivo, pero jamás gratuito; el final, inesperadamente emotivo, le da al conjunto un golpe de humanidad que transforma la broma en algo mucho más grande.
Queens of the Dead resultó una grata sorpresa. Tina Romero, hija del mítico George A. Romero, debuta con una comedia zombi-musical tan extravagante como entrañable, un festín de sangre, lentejuelas y sátira social que celebra el legado familiar sin quedar atrapada en él. Desde su arranque, la cinta se mueve con ritmo, descaro y mucho color, mezclando humor camp y horror clásico con una naturalidad que solo puede nacer del amor por el género. Jaquel Spivey roba el show con una presencia magnética, mientras Romero dirige con pulso y cariño, entregando un espectáculo que, pese a alguna irregularidad de ritmo, nunca pierde su energía ni su corazón. Hay guiños para los fans y una mirada fresca que apetecía a esas alturas del festival.
Entre las propuestas más emotivas de Sitges 2025 destacó La vida de Chuck, la nueva incursión de Mike Flanagan en el universo de Stephen King, aunque esta vez desde un territorio mucho más luminoso que terrorífico. Lejos de sus habituales casas encantadas y traumas espectrales, Flanagan firma aquí una reflexión metafísica sobre la vida, la muerte y todo lo que las une, construida con una ternura que desarma. La película, dividida en tres actos que retroceden en el tiempo, arranca desde el apocalipsis para terminar celebrando lo más mínimo y frágil de la existencia. Tom Hiddleston sostiene el corazón del film con una interpretación contenida y profundamente humana. Flanagan eleva la película gracias a su honestidad y su sensibilidad visual, logrando que la emoción nunca se sienta impostada. En un Sitges 2025 dominado por los excesos, La vida de Chuck se impuso como una rareza luminosa: una película sobre el fin del mundo que, paradójicamente, te reconcilia con estar vivo.
Esa cosa con alas es un drama psicológico vestido de horror poético, que intenta materializar el duelo en imágenes de pesadilla. La ópera prima de Dylan Southern se mueve con paso incierto entre lo simbólico y lo literal, pero logra momentos de auténtica intensidad gracias a un Benedict Cumberbatch exhausto, entregado, magnífico, que sostiene el film incluso cuando el guion tambalea. Southern filma el dolor como una enfermedad que impregna las paredes, las sombras y hasta el aire —hay secuencias en las que la casa parece sangrar tinta—, y aunque la metáfora del cuervo y la pérdida es tan obvia como reiterativa, la película compensa con una atmósfera hipnótica, melancólica, extrañamente bella. No todo funciona: la historia se dispersa, algunos recursos son demasiado subrayados, y el simbolismo amenaza con devorarse a sí mismo. Pero cuando el film encuentra su centro, alcanza una emoción genuina y profundamente humana. Sin ser redonda, la película confirma a su autor como un director a seguir.
Próximamente, nuestra segunda parte de nuestras aventuras en Sitges 2025.
