La primera Wolf Creek fue estrenada en 2005, poco después del notable remake de La matanza de Texas. Era la década del torture porn; de Saw, Hostel, Los renegados del Diablo, Martyrs, Las colinas tienen ojos… Pero Wolf Creek era más comedida. No alcanzaba esos límites de brutalidad y sangre, aunque intentaba venderse como una película sumamente turbia y perturbadora. No llegaba a tanto, de ahí mi decepción cuando la vi por primera vez. Esperaba algo mucho más sórdido, y aunque se le vean las buenas intenciones y los referentes, el regusto que deja es agridulce. Pero no creo que sea fallida, y a pesar de un arranque que se hace esperar demasiado, cuando al fin pisa el acelerador y entra en escena el psicópata Mick Taylor, sin duda lo mejor de la película, Wolf Creek se viene arriba y gana puntos.
Jóvenes turistas acosados por un asesino en serie, aislados en una zona rural remota y todo ello bajo la etiqueta BASADO EN HECHOS REALES. Estaba claro que Wolf Creek quería ser La matanza de Texas australiana, y a su manera y salvando las distancias, creo que lo consiguió.
En 2013 llegaba Wolf Creek 2, la inevitable aunque algo tardía secuela que nos traía de vuelta un poco más de lo mismo. Exactamente más de lo mismo, sí, pero mejor.
Sí la original funcionaba como La matanza de Texas australiana, esta segunda parte también funciona, casualidad o no, como la demencial secuela ochentera del film de Hooper. Si la primera, dentro de lo que cabe, era sobria, malsana y sucia, la continuación es puro exceso. Si a la primera le costaba la vida arrancar, esta va a toda marcha desde el minuto uno.
Wolf Creek 2 no pretende alejarse de su predecesora, pero aquí Greg McLean, su director, está más suelto y juguetón, y a pesar de que ambas películas comparten presupuestos idénticos, la secuela se ve más grande, empezando por una fotografía mucho más cuidada, casi siempre a la luz del día, y unas secuencias que aumentan el nivel de espectáculo, sin olvidar que, esta vez sí, la sangre y la casquería abundan. Rob Zombie podría haberse encargado de dirigirla sin problema.
Está tan en sintonía con la secuela de la masacre tejana, que su recta final transcurre, como en aquella, dentro de un macabro escenario subterráneo.
La delirante secuencia de la persecución, todo un homenaje a El Diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg, se mueve a medio camino entre el horror y el humor negro cuando entra en escena una pequeña manada de canguros inconscientes que decide cruzar la carretera en el peor momento posible. Esta escena, que en la primera entrega habría sido impensable, resume de forma certera el tono y rumbo de la película.
Otra escena donde podemos comprobar que el director se encontraba en un momento mucho más inspirado que cuando rodó la anterior entrega, es la de la casa misteriosa en mitad del páramo. Greg McLean juega al despiste con el espectador, convirtiendo esta escena en un momento tenso que nos hace creer que el protagonista se ha metido en la boca del lobo. Quizá en la propia casa del psicópata o tal vez en la de unos compinches. Sin embargo, todo concluye de la forma que menos esperamos.
Pero no sólo encontramos volantazos de guion en esta escena. No olvidemos que la cinta nos pone por delante a dos protagonistas que, tal y como sucedía en Psicosis, de Hitchcock, terminan sufriendo un final inesperado ya bien entrada la película para dar paso a un nuevo personaje que toma el relevo.
Pero lo que más me interesa en este tipo de películas es su villano, y Mick Taylor, a quien da vida un estupendo John Jarratt, es ideal. El Hans Landa del slasher, si me preguntan.
Lo especial de este psicópata es que no aparenta ser lo que es. No es un monstruo ni un enmascarado con machete. Se presenta como alguien simpático, bonachón y cercano. No es que nos sorprenda la deriva que toma, porque ya sabemos de qué va el asunto y que este Cocodrilo Dundee pirado es el villano. Lo que funciona es la incómoda disonancia. De Leatherface o Michael Myers esperamos que cometan atrocidades, pero de alguien como Taylor no. La falta de trasfondo del personaje también ayuda y nos lleva a hacernos preguntas acerca de las razones por las que actúa de esa manera, pero no hay respuestas… Ni falta que hacen.
Todos estos puntos convierten a Wolf Creek 2 en una película mucho más interesante, divertida y dinámica que su antecesora, que si bien era efectiva, no pasaba de ahí.
Merece ser redescubierta.