Crítica de ‘Marianne’ (2019, Samuel Bodín)

Crítica de ‘Marianne’ (2019, Samuel Bodín)

Antes de Marianneconfieso que el adjetivo francés tras cualquier pieza audiovisual, me sugería un sinónimo de aburrimiento supremo (vale, nunca he profundizado en su cine, pero Amélie me sirvió de escarmiento). Tras ver la primera temporada de esta serie de Netflix, sigo pensando que Amélie está sobrevalorada, pero me he enamorado de Emma Larsimon y su condena.

Emma ha hecho una fortuna como escritora de una saga de terror llamada Lizzie Larck. Joven, cínica, emocionalmente perdida y alcohólica, decide volver a su pueblo natal tras una serie de sucesos perturbadores que coinciden con la decisión de terminar su famosa saga. Ahí descubrimos su dificultad para entablar y conservar relaciones afectivas, ya sea con su propia familia como con su asistente Camile, que aguanta estoicamente los desplantes de su jefa. Emma confesará la maldición que arrastra desde muy joven, pues una especie de ser maligno la persigue y no puede desprenderse de éste.

Desde el principio, nos damos cuenta de que Emma es una adolescente enrabietada en el cuerpo de una mujer de 30 años, cabreada con la vida, sus padres, su pasado e incluso con la pobre Camile, que no tiene culpa de nada. Como se irá viendo conforme avanza la temporada, descubrimos que es la clase de rabia que esconde infames secretos y un complejo de culpabilidad brutal. Victoire Du Bois consigue darle capas y capas de personalidad a Emma, cosa que se agradece en este género, donde a veces olvidamos que además de los sustitos y el horror que tanto nos gusta, la historia debe sustentarse en personajes macizos para que de verdad nos sintamos parte de la obra.

Y la propia Marianne… nunca unos ojos humanos habían dado tanto miedo. Una mirada que, no sabes cuándo ni dónde, pero estás convencido de que algo muy turbio va a ocurrir, y no vas a poder hacer nada para evitar que pase: sólo mirar y rezar para no cagarte encima.

Cuidado a quien eliges para hacer un trío

En Marianne, los elementos inanimados son personajes también. Elden, el enclave ficticio donde se desarrolla la historia, es un pueblito no exento de belleza de la costa atlántica (podría situarse perfectamente en Normandía), pero con muy pocas cosas que hacer. No es de extrañar que sus personajes se den a la bebida desde la adolescencia y no tengan ningún interés en vestir más allá de llevar chaquetas de Quechua. Casi siempre llueve, casi no sale el sol y una luz fría envuelve el pueblo día y noche. En resumen, un ambiente depresivo del que es mejor huir antes de acudir al cura del pueblo y confesar tus ideas asesinas/suicidas.

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Bienvenidos a Elden

Todo pueblecito costero tiene como referencia y estandarte su faro, impertérrito guía en las noches más oscuras de los navegantes. Pero el faro de Elden, más que guiar, hace un giro siniestro y atrae a su interior a incautas polillas, indefensas ante su poder magnético y laberíntico.

Emma, como buena escritora y fan de Edgar Allan Poe, es alcohólica. El alcohol duro, tipo licor, no sólo funciona como musa a nuestra protagonista, (que no era el caso del señor Poe), sino también como analgésico, y para más inri, como amigo. Es ese amigo que te une a otros amigos de antaño, con los que lo único que guardas en común tras 15 años separados es la bebida; es ese amigo que te protege y da coraje ante situaciones desesperadas o estresantes (una cena con gente que no ves hace 15 años puede ser MUY estresante); es ese amigo que te anima a seguir adelante y seguir escribiendo. Pero al igual que pasa con Marianne, “nunca se va con las manos vacías”.

Emma Larsimon también le da a la cerveza, no os creáis
Emma Larsimon también le da a la cerveza, no os creáis

Y si con todo lo que te he contado, aún dudas darle al play, sólo te diré que a Stephen King le ha flipado a borbotones:

Sí es cierto, y al contrario de lo que opina Stephen, que los pocos destellos de humor que tiene la serie sobran; no aportan nada especial, le quitan hierro al asunto y disipan esa atmósfera pesada tan brillantemente conseguida.