Crítica de Strange Darling (2024, J.T. Mollner)

Strange Darling

Estados Unidos. Día indeterminado de un año no concreto. Una joven pareja que acaba de conocerse comienza a hacerse preguntas en las puertas de un motel. Ella le pregunta a él si es un psicópata. Él, simplemente, sonríe. Así comienza una batalla desesperada del gato y ratón y una lucha por la supervivencia.

No es casualidad que la última apuesta de cine de terror venga de Miramax. La otrora famosa compañía ha sido la cabeza de turco detrás de las nuevas películas de Halloween de David Gordon Green o el interesante slasher Sick (idea original de Kevin Williamson, viejo conocido de la casa). Para acabar de redondear el juego metacinematográfico, en la propia productora habitó un psicópata depredador que aguardaba en su casa como ese espectro de casa encantada a la espera de nuevas almas que devorar; tiempos pretéritos donde Harvey Weinstein levantaba su imperio como un serial killer insertaba el cuchillo en el cuerpo de su víctima. Miramax es también la casa de Scream, quizá la cara más reconocible dentro de las serial killers movies. Incluso el ‘bueno’ de Harvey empezó en el cine haciendo sus pinitos como guionista en una película slasher: La Quema, estupendísima cinta de género, con gore práctico del maestro Tom Savini. Con todos estos antecedentes (y teniendo en cuenta la trama y su secuencia de apertura), la presencia de Strange Darling dentro de Miramax adquiere un raro simbolismo, una presencia envenenada; no solo un triunfo para la producción independiente en casi todos sus aspectos, también un testigo mudo del cambio de paradigma dentro del género.

La segunda incursión en el largometraje como director de J.T. Mollner se presenta como una película sólida, segura de sí misma, jugando al mismo juego que otros realizadores a los que, seguro, Mollner rinde pleitesía: que la propia trama se estructure en capítulos desordenados temporalmente es ya un guiño al pope del cine pop del siglo XXI, es decir, a Quentin Tarantino. Pero no sería conveniente caer en las comparativas fáciles (aunque esa persecución de coches recoge el testigo de su infravalorada Death Proof y las muscle cars de los 70), ya que su director trata por todos los medios de dotar a su obra de personalidad, más allá de tener otros referentes visuales en gente como Tobe Hooper o De Palma (esos split diopters marca de la casa). Y en cierta medida lo consigue. Sin embargo, la sucesión de giros que tienen lugar en sus cortísimos 96 minutos es tan descomunal que, en ocasiones, pone a prueba la supresión de la incredulidad: consigue ser imprevisible a golpe de omitir información para luego revelársela al espectador. Y es que este es un juego incluso más peligroso que el que tiene lugar en la película, ya que la base fundamental de la obra es el engaño, la trampa, el constante devenir de los acontecimientos que, como a sus protagonistas, puede acabar rompiendo los esquemas por las razones equivocadas. Desde luego, Mollner se arriesga en sus decisiones, pero en ese raro juego de equilibrismo narrativo se tiene la constante sensación de una cuerda a punto de romperse, incluso en sus aspectos más ‘polémicos’ o situaciones que puedan parecer un tanto forzadas (los hippies campestres, por ejemplo).

Pero más allá de todo posible juicio crítico está Willa Fitzgerald. Su compromiso es completo, total, el auténtico corazón de Strange Darling, cuyo esfuerzo es el que determina que funcione todo el motor narrativo. Y esa es una responsabilidad realmente abrumadora. Y, sin embargo, es realmente sorprendente. No con ello pretendemos dejar de lado la interpretación de Kyle Gallner, uno de los nuevos e indiscutibles ‘musos’ del cine de terror presente. Pero la fuerza de Fitzgerald es tan avasallante que sorprende.

Si alguien en esta obra merece un punto y parte (otro más) es, sin duda, su cinematografía: desde el mismísimo comienzo, el director nos hace saber que la obra ha sido rodada totalmente en película de 35 mm. Toda una declaración de intenciones que termina de moldear su vocación de cine que alude a tiempos pasados, pero contando con las herramientas del presente. Aún más sorprendente es que su cinematógrafo sea el actor Giovanni Ribisi, secundario de lujo del cine hollywoodiense, y esta sea su primera incursión en este apartado técnico que, sin duda, será uno de los aspectos más llamativos de la obra.

En conclusión: una obra de género segura de sí misma y su capacidad para generar atmósferas, que en ocasiones cae en situaciones donde se pone en riesgo toda la coherencia interna de la misma debido (en gran parte) a su constante sucesión de giros. Con una interpretación femenina potente, es, junto a la cinematografía, el aspecto que consigue elevar Strange Darling por encima de la media y que eleva su resultado final.